7 de diciembre de 2011

Morir en la pavada


Una vez un catamarqueño, que andaba repechando la cordillera, encontró entre 
las rocas de las cumbres un extraño huevo. Era demasiado grande para ser de
gallina. Además hubiera sido difícil que este animal llegara hasta allá para
depositarlo. Y resultaba demasiado chico para ser de avestruz. 
No sabiendo lo que era, decidió llevárselo. Cuando llegó a su casa, se lo
entregó a la patrona, que justamente tenía una pava empollando una nidada de
huevos recién colocados. Viendo que más o menos eran del tamaño de los
otros, fue y lo colocó también a éste debajo de la pava clueca. 
Dio la casualidad que para cuando empezaron a romper los cascarones los
pavitos, también lo izo el pichón que se empollaba en el huevo traído de las
cumbres. Y aunque resultó un animalito o del todo igual, no desentonaba
demasiado del resto de la nidada. Y sin embargo se trataba de un pichón de
cóndor. Si señor, de cóndor, como usted oye. Aunque había nacido al calor de
la pava clueca, la vida le venía de otra fuente. 
Como no tenía de donde aprender otra cosa, el bichito imitó lo que veía
hacer. Piaba como los otros pavitos, y seguía a la pava grande en busca de
gusanitos, semillitas y desperdicios. Escarbaba la tierra, y a los saltos
trataba de arrancar las frutitas maduras del tuitá. Vivía en el gallinero, y
le tenía miedo a los cuzcos lanudos que muchas veces venían a disputarle lo
que la patrona tiraba en el patio de tras, después de las comidas. De noche
se subía a las ramas del algarrobo por miedo de las comadrejas y otras
alimañas. Vivía totalmente en la pavada, haciendo lo que veía hacer a los
demás. 
A veces se sentía un poco extraño. Sobre todo cuando tenía oportunidad de
estar a solas. Pero no era frecuente que lo dejaran solo. El pavo no aguanta
la soledad, ni soporta que otros se dediquen a ella. Es bicho de andar
siempre en bandada, sacando pecho para impresionar, abriendo la cola y
arrastrando el ala. Cualquier cosa que los impresione, es inmediatamente
respondida con una sonora burla. Cosa muy típica de estos pajarones, que a
pesar de ser grandes, no vuelan. 
Un mediodía de cielo claro y nubes blancas allá en las altura, nuestro
animalito quedó sorprendido al ver unas extrañas aves que planeaban
majestuosas, casi sin mover las alas. Sintió como un sacudón en lo profundo
de su ser. Algo así como un llamado viejo que quería despertarlo en lo
íntimo de sus fibras. Sus ojos acostumbrados a mirar siempre al suelo en
busca de comida, no lograban distinguir lo que sucedía en las alturas. Pero
su corazón despertó a una nostalgia poderosa. ¿y él, porqué no volaba así?
El corazón le latió, apresurado y ansioso. 
Pero en ese momento se le acercó una pava preguntándole lo que estaba
haciendo. Se rió de él cuando sintió su confidencia. Le dijo que era un
romántico, y que se dejara de tonterías. Ellos estaban en otra cosa. Tenía
que ser realista y acompañarla a un lugar donde había encontrado mucha
frutita madura y todo tipo de gusanos. 
Desorientado el pobre animalito se dejó sacar de su embrujo y siguió a su
compañera que lo devolvió a la pavada. Retomó su vida normal, siempre
atormentado por una profunda insatisfacción interior que lo hacía sentir
extraño. 
Nunca descubrió su verdadera identidad de cóndor. Y llegado a vieja, un día
murió. Sí, lamentablemente murió en la pavada como había vivido. 

¡Y pensar que había nacido para las cumbres! 


por Mamerto Menapace, publicado en Cuentos Rodados, Editorial Patria Grande. 

Read more